“El abogado y la señora” de Dante Liano.
Dante Liano, es un escritor guatemalteco, originario de Chimaltenango que actualmente reside y trabaja en Milán, imparte clases de Literatura Hispanoamericana en la Universitá Cattolica del Sacro Coure en Milano. Ganador del premio Miguel Angel Asturias en 1991, Dante Liano es autor de novelas, cuentos y ensayos, que se desarrollan con un lenguaje muy coloquial, humor inteligente y jocoso, abordando personajes y hechos cotidianos de la vida guatemalteca. El abogado y la señora, es una novela muy divertida cuyo personaje central es el abogado y notario Abundio Revolorio López, un tramposo abogado que busca “solucionar” problemas a gente incauta en una oficina cercana a la Municipalidad de Guatemala. Las divertida historia del abogado, sus amoríos, borracheras y embustes, transcurren con cotidiandidad hasta la visita de una dama, una señora, una exmilitante de la guerrilla que pretende contratar al abogado para llevar su caso para obtener una indemnización. Parece ser que la señora esconde algo, por eso mismo debe contratar a un abogado tramposo, y Abundio Revolorio López lo sabe.
Para mi, es sin duda, la novela más divertida que he tenido la oportunidad de leer; he reído a carcajadas hasta las lágrimas. Si es chapín de la generación X, como yo, se sentirá plenamente identificado con las situaciones, personajes, ambientes, paisajes e incluso historias que lo llevan a los tiempos de la guerra interna en Guatemala. Cuando usted la empieza a leer esta novela no puede parar de leerla. Así es que es una novela interesantísima, que recomiendo para pasar un tiempo divertido.
A continuación transcribo literal una porción de la obra:
La novela inicia sus primeras páginas con el siguiente relato: La oficina de las trampas…
Dicen que para ver cómo es un abogado, hay que llevarle un gato. Si el gato sale corriendo, el licenciado es chucho. Si se le tira encima, es rata. Yo soy ese tipo de abogado que se habría hecho pagar los honorarios por el gato, para que le asegurara contra los ratones. Y luego se haría pagar de los ratones, para que los asegurara contra los gatos. Al final, los dejaría que se mataran entre sí, mientras iba a cobrar el cheque.
Recuerdo una de mis primeras experiencias, allá en provincia. Se estaba muriendo un viejo archimillonario. Estaba boqueando en las últimas y dictaba el testamento. Con una voz que apenas se escuchaba, iba enumerando sus tantos bienes y los nombres de los beneficiados, que eran muchos y esperaban, detrás de la puerta, el resultado del documento. Cuando terminó, mi maestro procedió a su lectura, para que el viejo lo firmara. Y aunque su voz era fuerte y firme, un griterío proveniente del patio lo interrumpió. Salimos a ver qué pasaba, y vimos a los deudos que se estaban peleando por la posesión de un árbol plantado en una esquina. Mi maestro intervino y tuvo que hacer grandes esfuerzos para imponer su autoridad. “¡No sean estúpidos!”, les gritó. “¿No ven que de todos modos ese árbol ya está testado?”. Los otros se calmaron. Cuando regresamos a la habitación, el viejo había muerto. Con decisión, mi maestro le agarró la mano, que empezaba a enfriarse, y lo hizo garabatear una firma. “Licenciado”, le dije, “¡pero si ya se murió!”. “¿Y qué?”, me respondió. “¿No ve que se estaban matando por un árbol? ¿Qué no harían si el viejo muere intestado? ¡Usted me es testigo de que firmó con su propia mano!”.
Esa, de tinterillo, fue mi verdadera escuela de leyes. Mucho más que la Universidad, cuyo título me sirve sólo para colgarlo en la pared, exactamente encima de mi cabeza, así los clientes, si saben leer (pues los más son analfabetos), pueden consolarse de que están hablando con un profesional del derecho. Buena plata me costó comprar el título en una de las tantas universidades que hay en el país. El oficio ya lo sabía. Y mi oficio es pelar a los clientes.
Mi bufete es una trampa alquilada enfrente de la Municipalidad. Vivo de engañar a la gente que no sabe lo que es un trámite. Sobre todo si son campesinos o gente sencilla sin quién por ellos. Entonces convierto cualquier diligencia en un obstáculo imposible. Hasta boletos de ornato he logrado convertir en brillantes casos judiciales. No se diga certificados. Y, ya para hablar de cosas mayores, permisos de construcción. Mis tramitadores, que se hacen pasar por empleados oficiales, le dicen al ansioso ciudadano: “Mire, enfrente está la oficina del Licenciado Revolorio, que es una fiera para estas cosas”. El bufete tiene un aspecto frugal, como corresponde a un abogado honesto. Dejo a otro tipo de colegas los sillones mullidos, las secretarias fragantes, los teléfonos de relumbrón. Mi clientela saldría espantada delante del mínimo detalle de lujo. Por alguna razón, lo escueto del mobiliario les hace pensar en la honestidad del licenciado y en honorarios también honrados. Es la primera trampa, sólo la primera. De allí vienen las demás. Cuando firman el último cheque, si los usan, o me dan lo último que les queda en contante, se quedan siempre con la sospecha de la estafa. Pero en sospecha se queda. Nunca ha venido nadie a reclamar, y si viniera, para eso tengo un revólver en el cajón derecho de mi escritorio, que en este país de gente reverenciosa y cortés es lo primero que sale a relucir cuando se abre el diálogo.
Me presento. Soy el licenciado Abundio Revolorio, experto en Derecho Administrativo, arte que he aprendido desde que fui empleado del Licenciado Vargas, en el pueblo donde nací. Comencé a trabajar, no en el bufete del abogado, sino en la tienducha que Vargas tenía enfrente del parque. Yo era el encargado de comprar al por mayor.
El abogado, Abundio Revolorio López, escuchando el relato de su cliente, La Señora:
“Hay relatos que no tienen tiempo y éste era uno de ellos. Hay relatos que son todos, porque a muchos les ha pasado lo mismo. Pero no solo por eso. A veces, lo que cuentan está muy lejos de nosotros, de nuestra pobre experiencia, y sin embargo, nos tocan como si los hubiéramos vivido, como si hubiera una experiencia humana común, y de esa fuente bebiera nuestra vida. Solo sé que, más allá de la extraña belleza, advertí en ella una fascinación extraña. El carisma de los que han sido tocados por la desgracia, los que han atravesado ese mar de fuego, y salen a la otra orilla, iluminados por el dolor. Ahora que me había contado todo, me parecía recordarla, pero sabía que era sólo un recurso de la conciencia, como cuando vemos a una persona extremadamente bella. Nos parece reconocerla, y lo que estamos reconociendo es la belleza. Igual con el dolor. Lo que estamos reconociendo es el dolor del mundo.”