Cuatro mil semanas
Gestión del tiempo para mortales por Oliver Burkeman
A pesar que el subtítulo del libro habla de la gestión de tiempo, al leerlo no esperes una lista de consejos, sino más bien de reflexiones de vida acerca de como gastamos o invertimos el tiempo. Me gusta decir que es una reflexión filosófica acerca del tema. A continuación mi resumen casi textual de lo que resalté al leer el libro.
Quizá lo más radical de todo sea ver y aceptar los límites del poder que tenemos sobre nuestro tiempo puede, en primer lugar, llevarnos a cuestionar la idea de que el tiempo sea algo que se usa. Existe una alternativa: la idea, poderosa por más que esté en desuso, de dejar que el tiempo te use a ti, y de vivir la vida no como una oportunidad de poner en práctica tus planes predefinidos para lograr el éxito, sino como una situación desde la que, puedas responder a las necesidades de tu lugar y tu momento de la historia.
Harás lo que puedas hacer, no harás lo que no puedas hacer, y la tiránica voz interior que insiste en que tienes que hacerlo todo no sabe de qué habla.
No hay ninguna razón para creer que, para sentir que lo tienes todo «bajo control» o que tendrás tiempo para todo lo importante, basta con que hagas más cosas.
Volverte más eficiente —ya sea poniendo en marcha técnicas de productividad diversas o esforzándote más— no hará que sientas que tienes «tiempo suficiente», porque, en igualdad de condiciones, las exigencias aumentarán para compensar los posibles beneficios. Lejos de conseguir que esté todo hecho, estarás generando nuevas cosas por hacer.
En la introducción al libro de Hartmut Rosa, Social Acceleration (Aceleración Social), el traductor del libro, Jonathan Trejo-Mathys, señala: Cuanto más se acelera nuestra capacidad de ir a sitios distintos, ver cosas nuevas, probar comidas diferentes, adoptar otras formas de espiritualidad, aprender nuevas habilidades, compartir placeres sensuales con otros —ya estemos hablando de baile o de sexo—, experimentar variadas formas de arte y así sucesivamente, menor es la brecha entre la cantidad de posibles experiencias que podemos llevar a cabo en nuestro tiempo de vida y el conjunto de posibilidades a disposición de los seres humanos ahora y en el futuro; es decir, más nos acercamos a tener una vida «plena» en el sentido literal de llenarla de experiencias tanto como sea posible. Así que el jubilado que va tachando destinos exóticos de su lista de lugares a los que viajar antes de morir y la hedonista cuyos fines de semana están repletos de diversión puede que estén tan agobiados como la trabajadora social sobrepasada o el abogado de una corporación. Es verdad que los motivos por los que se sienten superados son, en principio, más agradables; sin duda, es mejor tener una larga lista de islas griegas que visitar que una larga lista de familias sin techo a las que encontrar una vivienda, o una enorme pila de contratos por revisar. Pero no deja de ser cierto que su satisfacción sigue estando a merced de su capacidad de hacer más de lo que pueden hacer. Eso ayuda a explicar por qué llenar tu vida de actividades placenteras suele ser menos satisfactorio de lo que esperarías. Es un intento de devorar las experiencias que el mundo te ofrece, de sentir que de verdad has vivido. Sin embargo, el mundo tiene un número prácticamente infinito de experiencias que ofrecer, de modo que haber vivido algunas de ellas no hace que sientas que estás más cerca de sacarle el máximo partido a la existencia. En realidad, lo que ocurre es que caes de nuevo en la trampa de la eficiencia. Cuantas más experiencias increíbles consigues vivir, más experiencias increíbles sientes que podrías estar viviendo —o deberías estar viviendo—, además de las que ya has tenido, y, como consecuencia, la sensación de ahogo existencial no hace más que agudizarse.
Cuanto más te esfuerzas por poder hacerlo todo, más tiempo acabas dedicándole a lo menos importante. Adopta un sistema ultraambicioso de gestión del tiempo, uno que prometa que podrás llevar a cabo toda tu lista de tareas pendientes, y es probable que no llegues ni siquiera a completar los puntos más importantes de esa lista. Dedica tu jubilación a ver tanto mundo como sea posible, y es probable que no llegues a ver los lugares más interesantes. La razón está clara: cuanto más firmemente crees que tendría que ser posible encontrar tiempo para todo, menos sientes la necesidad de preguntarte si una actividad concreta es el mejor uso que puedes darle a una porción de tu tiempo. Cada vez que te tropieces con un elemento que podría pasar a formar parte de tu lista de tareas pendientes o de tu calendario social, te sentirás inclinado a añadirlo, porque darás por sentado que no necesitas sacrificar ninguna otra tarea u oportunidad a cambio de hacerle un hueco.
Cuanto más eficiente eres, más posibilidades tienes de convertirte en un «contenedor ilimitado para las expectativas de otras personas», en palabras del experto en gestión Jim Benson. Al fin fui capaz de entenderlo, es una especie de antihabilidad: no la estrategia contraproducente de intentar ser más eficaz, sino más bien la voluntad de resistirse a ese impulso, y aprender a soportar la ansiedad de sentirse abrumado, de no tenerlo todo bajo control, sin responder de forma automática tratando de decir que sí a más obligaciones.
Lo mismo vale para el agobio existencial: lo que se necesita es la voluntad de resistir al impulso de consumir experiencias sin parar, porque esa estrategia no lleva más que a sentir que te quedan todavía más experiencias que consumir. Una vez que te das cuenta de que seguro que vas a perderte casi todas las experiencias que el mundo tiene que ofrecerte, el hecho de que haya tantas que todavía no has experimentado deja de parecer un problema. Lo que te permite centrarte en disfrutar plenamente de la diminuta cantidad de experiencias para las que en realidad tienes tiempo, y ser más libre para escoger, en cada momento, lo que de verdad importa.
La cultura de la comodidad trata de convencernos de que, si eliminamos de la vida las actividades tediosas, vamos a poder hacerle un hueco a todo lo importante. Pero es mentira. Hay que elegir unas pocas cosas, sacrificar el resto y lidiar con la inevitable sensación de pérdida que vendrá después.
Quizá tenga más sentido, desde la curiosa perspectiva de Heidegger, decir que somos una cantidad limitada de tiempo.
Quizá no haga falta decirlo, pero no es que un diagnóstico terminal, un duelo o cualquier otro encuentro con la muerte sea de algún modo bueno, deseable o «valga la pena». Lo que ocurre es que ese tipo de experiencias, aunque siempre sean poco gratas, a menudo hace que quien las padece adquiera una nueva relación con el tiempo, más honesta. La cuestión es si no deberíamos alcanzar al menos un poco de esa misma perspectiva sin tener que experimentar una pérdida atroz.
Ahí estabas tú, planeando vivir para siempre —como decía Woody Allen, no en los corazones de tus compatriotas, sino en tu piso—, y tiene que llegar la mortalidad y dejarte sin la vida que te correspondía.
Así que quizá no es que te hayan dejado sin una cantidad ilimitada de tiempo; quizá es que es milagroso hasta extremos inconcebibles que se te haya concedido alguna cantidad de tiempo para empezar.
Cuando estás intentando controlar tu tiempo, pocas cosas hay más exasperantes que una tarea o un retraso que se te impone en contra de tu voluntad, sin ninguna consideración hacia el horario que habías trazado con tanto esmero en tu carísima libreta.
Es precisamente el hecho de que casarse acabe con la posibilidad de estar con alguien más —alguien que, ¿quién sabe?, podría encajar mejor contigo— lo que le otorga un sentido al matrimonio. Al bullicio que puede sobrevenir en ocasiones al comprender esta verdad se lo ha llamado el «placer de perderse algo», en contraste, deliberado, con el «miedo a perderse algo». Es el entusiasmo del que reconoce que ni siquiera querría ser capaz de hacerlo todo, ya que, si no tuviera que decidir qué dejar de lado, sus elecciones no tendrían ningún significado. Desde esa mentalidad, es más fácil aceptar el hecho de que vas a renunciar a ciertos placeres o descuidar ciertas obligaciones, porque lo que has elegido hacer en su lugar —ganar dinero para mantener a tu familia, escribir tu novela, bañar al niño, detenerte a un lado del sendero para contemplar cómo el pálido sol invernal se hunde en el horizonte al anochecer— es el modo en que has escogido pasar ese trozo de tiempo que nunca tuviste ningún derecho a esperar.
No se trata de erradicar la procrastinación, sino de saber escoger mejor aquello que vas a procrastinar, para centrarte en lo que de verdad importa. La verdadera medida de cualquier estrategia de gestión del tiempo es si te ayuda o no a escoger mejor qué dejar de lado.
El problema real con la gestión del tiempo hoy en día no es que se nos dé mal priorizar las piedras grandes. Es que hay demasiadas piedras.
El principio número uno es pagarte a ti mismo el primero cuando se trata de tiempo.
Es mejor trabajar en tu proyecto más importante a primera hora de cada día, y una forma de proteger ese espacio de tiempo es programar «reuniones» contigo mismo e incluirlas en tu calendario, para que no se inmiscuyan otros compromisos. Pensar en términos de «pagarte a ti primero» transforma esos consejos puntuales en una filosofía de vida, en el centro de la cual se encuentra una idea muy simple: si piensas dedicar una parte de tus cuatro mil semanas a hacer lo que más te importa, entonces en algún momento vas a tener que empezar a hacerlo.
El segundo principio es ponerle un límite al número de proyectos que tienes en marcha. Quizá la forma más recurrente de resistirse a la verdad sobre los límites de tu tiempo consiste en iniciar un gran número de proyectos a la vez; crees así que tienes muchos asuntos entre manos y que avanzas en todos los frentes. Cuando, en realidad, lo que por lo general acaba ocurriendo es que no avanzas en ningún frente, porque cada vez que un proyecto se vuelve difícil, intimidante o aburrido, pasas a otro. Así conservas la sensación de tenerlo todo bajo control, pero a costa de no terminar nunca nada importante. La alternativa consiste en fijar un número máximo de proyectos en los que te das permiso para estar trabajando a la vez.
El tercer principio es resistirse a los cantos de sirena de las prioridades intermedias.
Tienes que aprender a empezar a decir que no a cosas que sí quieres hacer, y a reconocer que solo tienes una vida.
El buen procrastinador acepta el hecho de que no puede llegar a todo, y decide, de la mejor manera que sabe, en qué tareas centrarse y cuáles dejar de lado. Por el contrario, el mal procrastinador se siente paralizado, precisamente porque no puede soportar la idea de enfrentarse a sus limitaciones.
Conformarse es inevitable
El sentido común se equivoca. Sin ninguna duda, deberías conformarte. O, para ser más preciso, no tienes alternativa. Acabarás conformándote, y debería parecerte bien.
Ninguna relación romántica será del todo satisfactoria si, al menos durante un tiempo, no estás dispuesto a conformarte con una relación en concreto, tenga las imperfecciones que tenga, y a desdeñar la tentación seductora de un número infinito de alternativas imaginarias superiores.
Las cualidades que hacen de alguien una fuente de enardecimiento perpetuo, por lo general son opuestas a las que podrían convertir a esa misma persona en una fuente fiable de estabilidad.
Y no solo deberías conformarte; lo ideal sería que te conformaras de un modo que te pusiera más difícil echarte atrás, cuando alguien finalmente toma una decisión relativamente irreversible, por lo general es mucho más feliz como resultado. Haríamos casi cualquier cosa para evitar quemar nuestros puentes, para mantener viva la fantasía de un futuro sin restricciones, pero luego, cuando los quemamos, muchas veces nos alegramos de hacerlo.
Cuando dos personas convienen seguir juntas «en lo bueno y en lo malo», en lugar de echar a correr cuando las cosas se ponen difíciles, están llegando a un acuerdo que no solo las ayudará a superar las malas rachas, sino que también promete hacer que los buenos momentos sean más gratificantes, porque, como se han comprometido a una línea de acción delimitada, es mucho menos probable que se dediquen a soñar con alternativas fantasiosas. Al adquirir un compromiso consciente, están dejando de lado cualquier fantasía sobre las posibilidades infinitas que existen y apostando por lo que en el capítulo anterior he llamado el «placer de perderse algo», y que no es más que el reconocimiento de que renunciar a las alternativas es lo que, para empezar, da sentido a su elección. Por eso es por lo que hacer algo que has estado temiendo o retrasando —anunciar en el trabajo que te vas, tener un hijo, enfrentarte a un asunto familiar largamente postergado o cerrar la compra de una casa— puede proporcionar tanta paz. Cuando ya no hay vuelta atrás, la ansiedad desaparece, porque ahora solo puedes avanzar en una dirección: de frente, hacia las consecuencias de tu decisión.
Aquello a lo que prestas atención define, para ti, lo que es la realidad.
Cuando prestas atención a algo que no valoras particularmente, no es exagerado decir que estás pagando con tu vida.
Los neurocientíficos llaman a este fenómeno «atención ascendente» o «involuntaria», y pasaríamos apuros para seguir con vida sin ella. Pero es la capacidad de ejercer algún tipo de influencia sobre la otra parte de tu atención —la «descendente» o voluntaria— la que puede marcar la diferencia entre una vida bien vivida y una infernal.
Ejemplo clásico y más extremo es el caso del psicoterapeuta austríaco Viktor Frankl, el autor de El hombre en busca de sentido, que, estando prisionero en Auschwitz, fue capaz de huir de la desesperación porque conservó la capacidad de dirigir una parte de su atención hacia la única esfera de su existencia que estaba fuera del alcance de los guardias de los campos: su vida interior, que después consiguió gestionar con una cierta autonomía, resistiéndose a las presiones externas que amenazaban con reducirlo a una condición animal. Pero la otra cara de esta maravillosa verdad es que, aunque tu vida transcurra en circunstancias infinitamente mejores que las de un campo de concentración, si eres incapaz de dirigir una parte de tu atención hacia donde te gustaría, puede que te parezca que carece de un sentido definido. Al fin y al cabo, para que una experiencia sea significativa, deberías ser capaz de centrarte en ella, al menos un poco. ¿Estás viviéndola de verdad en caso contrario? ¿Es posible tener una experiencia que no experimentas?
La mejor comida en un restaurante con estrella Michelin bien podría ser un plato de fideos instantáneos si tienes la cabeza en otro sitio; y una amistad a la que nunca le dedicas ni un pensamiento es una amistad solo de nombre. «La atención es el principio de la devoción», escribió la poeta Mary Oliver, apuntando al hecho de que la distracción y el afecto son incompatibles: no puedes querer de verdad a una pareja o a un hijo, dedicarte a una carrera o a una causa —o saborear el placer de un paseo por el parque, sin más— más que en la medida en que, de entrada, eres capaz de mantener la atención puesta en el objeto de tu devoción.
La economía de la atención, al estar diseñada para priorizar lo más llamativo —en lugar de lo más cierto o más útil—, distorsiona de forma sistemática la imagen del mundo que llevamos en la cabeza en todo momento. Influye en nuestro sentido de lo que importa, en el tipo de amenazas a las que nos enfrentamos, en lo venales que son nuestros contrincantes políticos y en miles de otras cosas, y todos esos juicios distorsionados luego influyen en la forma en que repartimos también nuestro tiempo offline (desconectado). Si las redes sociales te convencen, por ejemplo, de que los crímenes violentos son un problema en tu ciudad mucho mayor de lo que lo son en realidad, podría ocurrir que acabes yendo por la calle con un miedo injustificado, que te quedes en casa en lugar de aventurarte al exterior, que evites las interacciones con desconocidos…
En palabras de T. S. Eliot, estamos «distraídos de la distracción por la distracción».
Cuanto más intensamente era capaz de experimentar lo que fuera que estuviera haciendo, más claro tenía que el verdadero problema había sido no la actividad en sí misma, sino su resistencia interna a experimentarla. Cuando dejaba de intentar apartar esas sensaciones y, en lugar de eso, las acompañaba, el malestar desaparecía.
«Mirar a escondidas el móvil por debajo de la mesa del comedor» es lo que haces porque es difícil concentrarse en la conversación, porque escuchar requiere esfuerzo, paciencia y espíritu de entrega, y porque lo que oigas podría no gustarte, de modo que mirar tu teléfono es por supuesto más agradable. Y si dejas el móvil fuera de tu alcance, no debería sorprenderte que acabes buscando cualquier otra manera de evitar prestar atención. En el caso de una conversación, muchas veces consiste en ensayar mentalmente lo que vas a decir a continuación, en cuanto la otra persona deje de emitir sonidos con la boca.
Steve Young (un monje en preparación) descubrió en la ladera de la montaña fue que, su sufrimiento se atenuaba únicamente cuando se resignaba a la realidad de su situación, cuando dejaba de luchar contra los hechos y se permitía a sí mismo sentir de forma más plena el agua helada sobre su piel. Cuanta menos atención le dedicaba a negarse a lo que le estaba pasando, más atención podía proporcionarle a lo que estaba pasando de verdad.
«No os preocupéis por el mañana, porque mañana habrá tiempo de preocuparse», aconsejaba. Luego añadía la célebre expresión: «Cada día tiene bastante con sus propios problemas», una frase que solo soy capaz de escuchar en un tono de irónica diversión dirigida a sus oyentes: ¿Acaso vosotros, galileos de clase obrera del siglo I, lleváis una vida tan libre de problemas que os hace falta inventaros más preocupándoos por lo que podría pasar mañana?
El problema no es hacer planes, sino que hacemos de nuestros planes algo que no son.
«Un plan es solo una idea». Actuamos como si nuestros planes fueran un lazo que desde el presente lanzamos hacia el futuro, para que este actúe siguiendo nuestras órdenes. Pero un plan solo es —y solo puede ser— una declaración de intenciones hecha en el momento presente. Es una expresión de lo que en este momento opinas acerca de cómo, idealmente, querrías hacer uso de tu modesta influencia sobre el futuro. El futuro, por supuesto, no tiene por qué obedecer.
Cuanto más intentas estar en el presente y hablar de lo que está pasando en este momento y contemplarlo de verdad, más parece que no estás en el presente; o todo lo contrario, que sí lo estás, pero que la experiencia ha quedado desprovista de todo su sabor.
Vivir con más plenitud en el presente puede que sea solo cuestión de darte cuenta al fin de que, nunca has tenido otra opción que estar aquí ahora.
En realidad disfrutamos de más tiempo de ocio que en décadas anteriores, una media de cinco horas al día en el caso de los hombres y un poco menos en el caso de las mujeres. Pero quizá una de las razones por las que no lo vivimos así es que ese ocio ya no resulta demasiado ocioso. De hecho, a menudo puede parecer una tarea pendiente más. Y, como ocurre con muchos otros de nuestros problemas con el tiempo, hay estudios que sugieren que es un problema que se agrava cuanto más rico eres. Las personas con dinero suelen estar ocupadas trabajando, pero también tienen más opciones a la hora de decidir a qué dedicar su tiempo libre: como cualquiera, pueden leer una novela o dar un paseo, pero también pueden ir a la ópera o a esquiar. Así es más probable que sientan que hay actividades de ocio que deberían estar haciendo y que no están haciendo.
La palabra latina para negocio, negotium, significa literalmente «no ocio», lo que refleja esa visión del trabajo como una desviación de la más elevada vocación humana.
Productividad patológica
Vamos a tener que afrontar una realidad sobre el descanso de la que pocas veces se habla: la de que no somos meras víctimas de un sistema económico que nos lo niega. Somos, cada vez más, personas que no queremos descansar, a las que les resulta verdaderamente desagradable que interrumpan sus esfuerzos por hacer cosas y que se ponen nerviosas cuando tienen la sensación de que no están siendo lo bastante productivas.
¿De qué sirve posponer constantemente cualquier posible realización personal hasta un momento situado en el futuro, cuando pronto no habrá ningún «futuro» ante ti? Si estás dispuesto a soportar el malestar de no saber algo, a menudo la solución se presenta sola-
Los tres principios de la paciencia
En la práctica, hay tres reglas generales que son especialmente útiles a la hora de sacarle todo el partido al poder de la paciencia como fuerza creativa en nuestra vida cotidiana. La primera es aprender a disfrutar de tener problemas. Detrás de nuestro afán por superar lo más rápido posible todos los obstáculos o desafíos, en un intento por conseguir tenerlos «resueltos», suele esconderse de forma tácita la fantasía de que llegará un día en el que no sufriremos ningún tipo de problemas. Como consecuencia, la mayoría de nosotros actuamos como si los problemas con los que nos tropezamos fueran doblemente problemáticos: primero, por el problema en sí que tenemos delante; y segundo, porque creemos, al menos de forma subconsciente, que no deberíamos tener problemas. Y, sin embargo, es evidente que jamás dejaremos de tenerlos.
¿Qué es un «problema» en realidad? La definición más genérica es que es algo que requiere de tu atención, y si la vida no viniera con ese tipo de exigencias, nada tendría sentido. Cuando renuncias a la meta inalcanzable de querer erradicar todos tus problemas, es posible llegar a apreciar el hecho de que la vida no es más que enfrentarse a un problema tras otro, dándole a cada uno el tiempo que necesita; en otras palabras, que los problemas no son un impedimento para una existencia significativa, sino su sustancia misma.
La segunda regla es adoptar el incrementalismo radical. El profesor de psicología Robert Boice dedicó su carrera a estudiar los hábitos de escritura de sus compañeros del mundo académico y llegó a la conclusión de que los mejores y los más productivos dedicaban a la escritura una parte más pequeña de su rutina diaria que los demás, lo que hacía que fuera más probable que no dejaran de hacerlo ni un día. Habían aprendido a tolerar el hecho de que seguramente no conseguirían hacer demasiado en uno solo de esos días, con el resultado de que lograban hacer mucho más a largo plazo. Escribían en breves sesiones diarias —a veces de solo diez minutos, y nunca de más de cuatro horas— y descansaban religiosamente los fines de semana. Los aterrados estudiantes de doctorado a los que Boice trataba de inculcar ese régimen de escritura raras veces le hacían caso.
Un aspecto fundamental del enfoque incrementalista radical, que contradice mucho de lo que suele recomendarse en materia de productividad, es que tienes que estar dispuesto a parar cuando tus horas de trabajo hayan llegado a su fin, aunque estés lleno de energía y sientas que podrías avanzar mucho más. Si has decidido que trabajarás en un determinado proyecto durante cincuenta minutos, levántate y déjalo de lado en cuanto pasen. ¿Por qué? Porque, como señaló Boice, el deseo de seguir adelante más allá de ese punto «está compuesto en gran parte por la impaciencia que te produce no haber acabado, no ser lo suficientemente productivo, no volver a encontrar quizá un momento tan bueno» para trabajar. Parar en ese punto ayuda a fortalecer el músculo de la paciencia que te permitirá volver a tu proyecto una y otra vez, y conservar así tu productividad a lo largo de toda una carrera.
La tercera regla es la que dice que, a menudo, la originalidad es la otra cara de la falta de originalidad.
Es algo que empieza con la voluntad de parar y estar donde estás, de comprometerte también con esa parte del viaje, en lugar de estar siempre metiéndole prisa a la realidad para que vaya más rápido.
«El primer paso en tu búsqueda de la felicidad es trabajar sin descanso para tener el control de tu horario».
Parte de lo que hace que los fines de semana valgan la pena, es poder pasar tiempo con otras personas que tampoco están trabajando.
En un viaje de trabajo a Suecia hace unos años experimenté una versión a pequeña escala de esa misma idea en forma de fika, el momento del día en el que todo el mundo se levanta de su escritorio en la oficina y se reúne para tomar un café y algo dulce. Podría parecerse a una pausa para el café concurrida, salvo por el hecho de que los suecos son propensos a sentirse moderadamente ofendidos —el equivalente a que un no sueco se sienta seriamente ofendido— ante la sugerencia de que no es más que eso. Porque durante el fika sucede algo intangible, pero importante. Las divisiones habituales se dejan de lado; los trabajadores se mezclan sin importar la edad ni la clase ni el estatus dentro de la oficina, y hablan tanto de asuntos de trabajo como de cualquier otro tipo: durante una media hora la comunicación y la cordialidad están por encima de la jerarquía y la burocracia. Un alto directivo me dijo que era, de lejos, la forma más eficaz de saber lo que estaba pasando de verdad en su compañía. Sin embargo, funciona solo porque todos los implicados están dispuestos a renunciar a parte de su soberanía individual sobre su tiempo. Puedes hacer la pausa del café en cualquier otro momento, si así lo deseas. Pero quizá provoques miradas de desaprobación.
Estudios indican que ajustarse a un ritmo externo hace que tu marcha sea imperceptiblemente más eficiente.
Nuestras rutinas temporales cada vez coinciden menos con las de los demás. El dominio desenfrenado de los valores individualistas, alimentado por las exigencias de la economía de mercado, ha hecho que la manera en la que tradicionalmente solíamos organizar nuestro tiempo haya quedado obsoleta, y que las horas en las que descansamos, trabajamos y socializamos estén cada vez menos coordinadas. Es más difícil que nunca encontrar tiempo para una tranquila cena en familia, una visita no planificada a unos amigos o cualquier proyecto colectivo —cuidar de un jardín comunitario, tocar en un grupo de rock de aficionados— que tenga lugar en un entorno distinto al del trabajo.
La terapia de la insignificancia cósmica es una invitación a enfrentarse a la verdad de tu irrelevancia en el gran esquema de las cosas, y a aceptarla, en la medida que puedas. (¿No es graciosísimo, visto en perspectiva, que hayas podido creer que las cosas eran de otra manera?) Hacerle justicia de verdad al regalo increíble que son unos pocos miles de semanas no va de decidir hacer «algo extraordinario» con ellas. De hecho, implica precisamente lo opuesto, no someterlas a un estándar abstracto y excesivo de excepcionalidad que jamás lograremos alcanzar y aceptarlas en sus propios términos, olvidándonos de fantasías divinas de importancia cósmica y sumergiéndonos en la experiencia de la vida tal como es: concreta, finita y, a menudo, maravillosa.
TRES preguntas:
No importa si las respuestas no te vienen de inmediato; se trata, según la famosa expresión de Rainer Maria Rilke, de «vivir las preguntas»:
- ¿En qué situación de tu vida o tu trabajo estás buscando en este momento la comodidad, cuando lo que se requiere es un poco de incomodidad?
Escoge, siempre que puedas, la incomodidad que te hace más grande frente a la comodidad que te hace más pequeño.
- ¿Estás comportándote y juzgándote por estándares de productividad o de rendimiento que son imposibles de cumplir?
Suele ser igualmente imposible dedicar «tiempo suficiente» a tu trabajo y a tus hijos, a tener vida social, a viajar o al activismo político.
¿Qué harías de otra forma con tu tiempo, hoy, si en lo más profundo de tu ser supieras que la salvación no llegará nunca, que los estándares que te has fijado han sido siempre inalcanzables y que, por lo tanto, nunca tendrás tiempo para todo lo que esperabas que ibas a poder hacer?
Deja que tus estándares imposibles se estrellen contra el suelo. Y luego escoge unas cuantas tareas importantes de entre los escombros y ponte con ellas hoy mismo.
- ¿En qué sentido aún no has aceptado que eres quien eres y no la persona que crees que deberías ser?
No se consigue la paz interior, ni se experimenta la embriagadora sensación de ser libre porque alguien te valide, sino cuando te abandonas a la realidad de que esa validación no te traerá ninguna seguridad. En cualquier caso, estoy convencido de que es desde esa posición de no sentirte como si tuvieras que ganarte tus semanas en el planeta como consigues hacer un mejor uso de ellas. En cuanto dejas de sentir la presión asfixiante de convertirte en un tipo concreto de persona, puedes lidiar con la personalidad, las fortalezas y debilidades, los talentos y entusiasmos de los que dispones, aquí y ahora, y ver adónde te llevan.
La expresión «gestión del tiempo» puede que haga que todo esto parezca bastante mundano. Pero, al fin y al cabo, una vida mundana —una que se desarrolla aquí y ahora, en este momento— es todo lo que tenemos.
A continuación encontrarás diez técnicas, que se suman a las que aparecen diseminadas por todo el texto, para llevar la filosofía de la aceptación de tus límites a tu vida cotidiana.
- Adopta un modelo de “Volumen Fijo” en tu productividad.
Muchas estrategias para mejorar tu productividad te aseguran, de forma implícita, que te ayudarán a conseguir que hagas todo lo importante. Pero eso es imposible y esforzarte por lograrlo solo hará que estés más ocupado quizá lo más fácil sea tener dos listas de tareas pendientes, una «abierta» y otra «cerrada». La lista abierta es para todo lo que tienes entre manos y, sin duda, será espantosamente larga. Por suerte, no se trata de que hagas todo lo que aparece en ella, sino de que la utilices para alimentar la lista cerrada, que tendrá un número fijo de entradas, diez como máximo. La norma consiste en que no puedes añadir ninguna tarea nueva hasta que no hayas completado otra. (Puede que necesites también una tercera lista para las tareas que están «en espera» hasta recibir una respuesta de alguien.) No llegarás nunca a completar todas las tareas de la lista abierta, pero tampoco ibas a hacerlo en cualquier caso, y al menos de ese modo llevarás a cabo mucho de lo que para ti es de verdad importante.
Una estrategia complementaria sería establecer límites horarios predeterminados para tu trabajo diario.
- Aborda proyectos de uno en uno.
Siguiendo esa misma lógica, céntrate en abordar los grandes proyectos de uno en uno (o, como mucho, ten uno laboral y otro no laboral en marcha a la vez) y llévalos hasta el final antes de pasar al siguiente.
Este método garantizará que las únicas tareas que no pospongas, mientras abordas el puñado de grandes proyectos que tienes entre manos, sean las verdaderamente esenciales, y no esas en las que te sumerges solo para aliviar tu ansiedad.
- Decide de antemano en qué fallar.
Acabarás, de forma inevitable, rindiendo por debajo de tus posibilidades en algún ámbito, aunque solo sea porque tu tiempo y energía son limitados. Pero la gran ventaja del fracaso estratégico —es decir, de decidir de antemano en qué ámbitos de tu vida no vas a aspirar a la excelencia— es que concentras ese tiempo y esa energía de forma más eficaz.
Como ocurre con la idea de abordar grandes proyectos de uno en uno, habrá muchas cosas en las que no puedas elegir «fracasar» si es que quieres ganarte la vida, estar sano, ser un cónyuge y un progenitor aceptable, etc. Pero incluso en esas esferas esenciales, hay margen para fracasar de forma cíclica: puedes proponerte hacer lo mínimo en el trabajo durante un par de meses, por ejemplo, para centrarte en tus hijos, o dejar de lado tus objetivos de entrenamiento durante un tiempo para dedicarte a captar votos para las elecciones. Luego traslada toda tu energía a las áreas que hayas estado dejando de lado.
- Céntrate en lo que ya has hecho, no solo en lo que te queda por hacer.
Como hacerlo todo es, por definición, imposible («La bandeja de entrada de Sísifo»), es fácil caer en el desaliento y en el autorreproche: si no puedes sentirte bien contigo mismo hasta que no hayas completado todas tus tareas pendientes, y no están nunca todas acabadas, nunca consigues sentirte bien contigo mismo. Parte del problema es la premisa, más bien contraproducente, de que empiezas cada mañana con una «deuda de productividad» que debes pagar trabajando mucho, con la esperanza de que el saldo esté a cero al llegar la noche. A modo de contraestrategia, elabora una «lista de cosas hechas», que empezará el día vacía y que irás llenando poco a poco con todo lo que vayas haciendo a lo largo de la jornada. Cada línea será un feliz recordatorio de que, después de todo, podrías no haber llevado a cabo nada ni remotamente constructivo en todo el día,
- Ponle foco a tu empatía.
Las redes sociales son una gigantesca máquina diseñada para que dediques tu tiempo a cosas que no te importan («Una maquina para malgastar tu vida»), pero, por ese mismo motivo, son también una máquina que busca que te importen muchas, demasiadas cosas, incluso aunque cada una de ellas por separado sea indiscutiblemente digna de interés.
- Emplea tecnología aburrida y que sirva para un solo propósito.
Las distracciones digitales son seductoras. Puedes combatir ese problema haciendo que tus dispositivos sean lo más aburridos posible, en primer lugar eliminando las aplicaciones de las redes sociales, incluso el email si te atreves, y luego cambiando la pantalla de color a escala de grises.
- Busca la novedad cotidiana.
Durante la infancia el número de experiencias novedosas es abundante, así que la recordamos como si hubiese durado mucho tiempo; pero, a medida que pasan los años, la vida se vuelve rutinaria —se reduce a unos pocos sitios, y a unas pocas relaciones y trabajos— y disminuyen las novedades.
Prestar más atención a cada momento, por mundano que sea: encontrar la novedad no haciendo cosas radicalmente distintas, sino sumergiéndonos hasta el fondo en la vida que ya tenemos. Si experimentas tu vida con el doble de intensidad de lo habitual, «tu experiencia de la vida será el doble de plena de lo que es ahora» y recordarás cada período de tu existencia como si hubiera durado el doble.
- Sé un “investigador”en tus relaciones.
Una estrategia útil para relajar el control es la que propone el experto en educación preescolar Tom Hobson, y que, como él mismo señala, no solo sirve para interactuar con niños pequeños: consiste en que, ante una situación complicada o aburrida, intentes deliberadamente adoptar una actitud de curiosidad, en la que tu objetivo no sea conseguir un resultado concreto ni lograr dejar clara tu postura, sino, como dice Hobson, «entender quién es ese ser humano con el que estamos». La curiosidad es una actitud que se adapta bien a lo inherentemente impredecible que es vivir con otras personas, porque se satisface tanto si esas personas actúan de una forma que te gusta como si ocurre todo lo contrario.
No saber lo que va a pasar a continuación —que es la situación en la que te encuentras siempre respecto al futuro — supone una oportunidad inmejorable para optar por la curiosidad (preguntarse por lo que llegará a continuación) en lugar de por la preocupación (esperar que ocurra algo concreto y temer que no lo haga) siempre que puedas.
- Cultiva la generosidad instantánea.
Siempre que te asalte un impulso de generosidad —donar dinero, preguntarle a un amigo cómo está, enviar un email alabando el trabajo de otra persona— sigas ese impulso de inmediato, en lugar de dejarlo para luego. Cuando no actuamos con celeridad ante ese tipo de impulsos, pocas veces es por mala intención o porque hayamos cambiado de opinión sobre si el potencial destinatario de nuestra acción lo merece. A menudo es por algo que se deriva de nuestros esfuerzos por sentir que controlamos nuestro tiempo. Nos decimos a nosotros mismos que nos encargaremos de ello cuando hayamos acabado con los asuntos de trabajo urgentes que tenemos entre manos, o cuando tengamos suficiente tiempo libre para hacerlo bien de verdad, o que deberíamos dedicar algo más de tiempo a investigar a quién sería mejor entregar nuestro donativo antes de hacerlo, etc. Pero las únicas donaciones que cuentan son las que llegas a hacer. Y aunque tu compañero podría agradecer un mensaje de alabanza bien redactado más que otro escrito a toda prisa, el segundo es preferible, de largo, a lo que es más probable que ocurra si lo dejas para más adelante, que es que nunca llegarás a enviar ese mensaje. Todo ello requiere de un esfuerzo inicial, pero, como observa Goldstein, la recompensa más egoísta es inmediata, porque está comprobado que las acciones generosas te hacen más feliz.
- Ejercita tu capacidad de no hacer nada.
No puedes soportar la incomodidad de la inacción es mucho más probable que tomes malas decisiones sobre tu tiempo, aunque solo sea para sentir que estás haciendo algo.
Ejercitar tu capacidad de «no hacer nada» en realidad significa ejercitar tu capacidad de resistirte al impulso de manipular tu experiencia o a las personas y cosas que están a tu alrededor. Es decir, dejar que las cosas sean como son.