The Effective Executive: The Definitive Guide to Getting the Right Things Done por Peter Drucker
Escrito por Peter Ferdinand Drucker, consultor y profesor de negocios, considerado el padre de la administración moderna y el mayor filósofo del management del siglo XX. Autor de más de 35 libros, El ejecutivo eficaz (1967), es una lectura clásica para toda persona que toma responsabilidad de una posición gerencial. Habla sobre la obligación del ejecutivo de ser eficiente, entendiendo la efectividad como un conjunto de hábitos, que se resumen en cinco prácticas, que deben ser aprendidos para llegar a ser un ejecutivo eficaz:
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- Para llegar a ser un ejecutivo eficiente debe comprender cómo transcurre y como trabaja su propio tiempo para manejar el escaso lapso que queda bajo su control.
- Todo ejecutivo eficaz orienta su contribución hacia el exterior, encauza sus esfuerzos hacia los resultados más que hacia el trabajo y se pregunta: ¿Qué resultados se esperan de mí? antes de pensar en el trabajo que ha de hacerse. Menos aún piensa en técnicas y herramientas.
- El ejecutivo eficiente construye con sus propias fuerzas: las propias y las de sus superiores, colegas y subordinados y las de las circunstancias es decir, con lo que le permite edificar. No construye con flaquezas, ni da prioridad a lo que no puede hacer.
- El ejecutivo eficaz enfoca unas pocas áreas mayores, donde una ejecución sobresaliente producirá brillantes resultados. Y se obliga a sí mismo a establecer prioridades y a respetar el orden de ejecución de sus decisiones. Por lo demás, sabe que no hay opción, sino que debe hacer lo más importante en seguida y que no existen cosas secundarias en absoluto. El otro témino de la alternativa es no hacer nada.
- Por último, el ejecutivo eficiente toma efectivas decisiones. Sobre todo, sabe que hay que aplicar una sistema: dar los pasos necesarios de un necesario encadenamiento, y que toda decisión efectiva es, en todos lo casos, un criterio basado en opiniones contrarias, más bien que un consenso sobre hechos. Por otra parte, no ignora que tomar muchas rápidas decisiones. Más que una táctica deslumbrante, se necesita una correcta estrategia.
El ejecutivo no comienza a actuar, antes de verificar su tiempo. Y no planifica antes de aclarar el sentido real de éste. Luego intenta manejarlo y eliminar toda demanda improductiva de su tiempo.
La provisión de tiempo no es, de ningún modo, elástica. Por grande que sea la demanda, la oferta no aumentará. No tiene precio, ni existe una curva marginal de utilidades a su respecto. Por lo demás, el tiempo es totalmente perecedero y no puede ser almacenado. El que acaba de transcurrir se ha ido para siempre y no ha de volver jamás. El tiempo es, por consiguiente, en toda ocasión escaso. Es, por otra parte, completamente irremplazable. Dentro de ciertos límites podemos sustituir un elemento por otro: por ejemplo, cobre por aluminio. Podemos reemplazar el capital por el trabajo humano y usar más conocimientos o más fuerza muscular. Pero no hay ningún sustituto del tiempo.
Nada distingue más a un ejecutivo eficiente que su acendrado y solícito amor por el tiempo. El ejecutivo eficiente sabe, en consecuencia, que para manejar su tiempo deberá conocer previamente su empleo exacto. Cualquier ejecutivo, sea o no gerente, debe consagrar gran parte de su tiempo a cosas que no implican aporte alguno. Gran parte de él ha de malgastarlo inevitablemente. Cuando más alto sea su nivel, mayores serán las demandas que la organización hará sobre su tiempo. No obstante, casi todas las tareas de un ejecutivo exigen, por mínima que sea su efectividad, una considerable cuota de tiempo. Consagrarles menos del indispensable equivale a una pérdida total. No se logra nada y hay que empezar de nuevo.
Si la redacción de un informe, por ejemplo, requiere seis u ocho horas de trabajo, por lo menos, para el primer borrador, será inútil dedicar a dicha labor quince minutos dos veces por día, durante tres semanas. El resultado será una hoja en blanco con algunos garabatos. Pero si podemos cerrar la puerta con llave, desconectar el teléfono y sentarnos a luchar con nuestro informe, durante cinco o seis horas ininterrumpidas, es muy probable que en ese lapso concluyamos el que yo llamo borrador cero, o sea, el anterior al definitivo. A partir de entonces podremos trabajar en pequeñas cuotas, reescribirlo, corregirlo y redactarlo sección por sección, párrafo por párrafo y oración por oración. Lo mismo ocurre con cualquier experimento. Debemos, simplemente, disponer de cinco a doce horas consecutivas para montar el dispositivo y efectuar, por lo menos, una renta completa. De lo contrario, tendremos que recomenzar después de la interrupción.
Para ser efectivo, todo trabajador cerebral y, especialmente, todo ejecutivo, necesita disponer de suficientes y considerables espacios de tiempo. Las pequeñas cuotas no bastarán, aún cuando representen en total un impresionante número de horas. Ello es particularmente cierto en lo referente al tiempo dedicado a tratar con las personas, actividad central de todo ejecutivo. La gente consume y, en su mayor parte, malgasta el tiempo.
Dedicar varios minutos a la gente es, simplemente, improductivo. Si queremos llevar a cabo alguna cosa tendremos que emplear un mínimo considerable de tiempo. El gerente que cree que puede discutir los planes, dirección y ejecución de cualquiera de sus subordinados en quince minutos y muchos de ellos lo creen, no hace más que engañarse a sí mismo. Si anhelamos lograr un impacto necesitaremos, por lo menos, una hora y, habitualmente, mucho más tiempo aún.
El trabajador cerebral ha de concentrarse en los resultados y metas de la empresa para lograr algún éxito en su labor. Ello implica que debe ahorrar tiempo para observar desde su que hacer los resultados y, desde el área de su especialidad, el ámbito exterior, que es donde, realmente, se ejecuta.
Dondequiera que los trabajadores cerebrales se desempeñan satisfactoriamente, en las grandes organizaciones, los altos ejecutivos consagran parte de su horario regular a sentarse junto a otros trabajadores, desde los de más alta jerarquía, hasta los más jóvenes y bisoños, para preguntarles: ¿Qué debemos nosotros, los que estamos a la cabeza de la organización, saber respecto de nuestro trabajo? ¿Qué tiene usted que decirme concerniente a nuestra empresa? ¿Qué oportunidades le parece a usted que desaprovechamos? ¿Ve usted algún peligro que nosotros todavía no advertimos? Y, en general, ¿qué desea usted saber de mí, en lo tocante a la organización?.
Cuanto mayor sea una organización, de menos tiempo real dispone el ejecutivo. Lo más importante para éste es conocer cómo emplea su tiempo y manejar el lapso que queda a su disposición. Cuántas más personas hay en una organización, más numerosas son las decisiones relativas al personal. Pero toda decisión precipitada es muy probable que sea errónea.
Cuanto menos tiempo trabajen las piernas, o sea, los miembros que realizan una labor física y manual, más prolongado será el trabajo de la cabeza, es decir, el esfuerzo intelectual. El primer paso hacia la eficiencia ejecutva es, por consiguiente, un real registro del uso del tiempo.
Muchos ejecutivos eficientes llevan tal registro de continuo y lo estudian regularmente, mes a mes. Como mínimo, todo ejecutivo eficiente registra su tiempo por sí mismo, durante tres o cuatro semanas consecutivas, dos veces al año, poco más o menos, sobre un diagrama regular. Después de cada comprobación medita y reelabora su plan. Pero, invariablemente, cada seis meses descubre que se ha dejado arrastrar hasta perder el tiempo en trivialidades. Aprendemos a utilizar el tiempo con la práctica. Pero sólo esforzándonos de manera consante en su manejo lograremos evitar desviaciones.
Primero debemos identificar y eliminar lo que ha de hacerse en absoluto, las cosas que constituyen una mera pérdida de tiempo y no producen resultado alguno. Para descubrirlas, hemos de preguntarnos, respecto a todas las actividades que figuran en nuestro registro cronológico: ¿Qué ocurriría si esto no se hiciera en absoluto? Si la respuesta es: No pasaría nada, es obvio que no debemos hacerlo.
No conozco un solo ejecutivo, cualquiera que sea su rango o posición, que no puede arrojar al cesto de los papeles de desecho la cuarta parte de las demandas sobre su tiempo sin que nadie advierta tal sustracción.
La siguiente pregunta es: ¿Cuál de mis actividades podría ser desempeñada tan bien por otro como por mí, si no mejor?.
El ejecutivo eficiente ha aprendido a inquirir sistemáticamente y sin timidez: ¿Hago yo algo que le hace a usted perder el tiempo, sin contribuir a su efectividad? El atreverse a formular esta pregunta sin temer a la verdad, es, por consiguiente, una cualidad distintiva del ejecutivo eficaz. Una mala dirección hace perder el tiempo a todo el mundo…pero, sobre todo, al propio director.
¿qué hacer si identifico que estoy perdiendo tiempo?
1. Lo primero que corresponde hacer es identificar las pérdidas de tiempo orginadas en la carencia de sistema o previsión. El síntoma revelador es la reiterada crisis que se produce año tras año. Una crisis que reaparece por segunda vez ha de ser contenida. Cualquier crisis reiterada puede preverse. Es, por lo tanto, algo suceptible de ser evitado o reducido a una rutina al alcance de cualquier oficinista. Al definirla como rutina queremos significar que cualquier persona inexperta y sin discernimiento puede hacer lo que anteriormente exigió casi genio para ser ejecutado. Porque la rutina traduce en forma sistemática y paso a paso lo que un hombre muy hábil aprendió al superar la última crisis. Toda crisis reiterada es, simplemente, un síntoma de pereza y abandono. Una bien dirigida empresa es aburrida. Lo dramático en ella son las fundamentales decisiones que apuntan hacia el futuro y no las ampulosas operaciones de limpieza destinadas a barrer el pasado.
2. Las pérdidas de tiempo a menudo se deben a un exceso de personal. Hay un síntoma bastante seguro para establecer si hay exceso de personal. Si los jefes de grupo y, por supuesto, el gerente, en particular emplean más de una pequeña fracción, acaso la décima parte de su tiempo, en problemas de relaciones humanas, enfrentamientos y fricciones, disputas jurisdiccionales, controversia sobre cooperación, etc., entonces el grupo es, sin lugar a duda, demasiado numeroso. En él las personas interfieren entre sí y son, más bien, obstáculo que medios de ejecución. En un grupo exiguo la gente dispone de espacio suficiente para moverse sin chocar con los demás y puede trabajar sin tener que dar explicaciones a cada instante.
3. Mala organización. Síntomas de ésta son las reuniones numerosas. Las reuniones son, por definición, concesiones hechas a una deficiente organización. Porque, o nos reunimos o trabajamos. No podemos hacer ambas cosas a la vez. En la empresa ideal que en este mundo cambiente resulta un mero sueño no hay reuniones. Cada uno sabe lo que necesita saber para cumplir su cometido. Y todo el mundo cuenta con los recursos indispensables para realizar su trabajo. Nos reunimos porque varias personas asigandas a labores diferentes tienen que cooperar entre sí para llevar a cabo una específica faena. Nos reunimos porque los conocimientos y la experiencia exigidos por una situación determinada no se hallan en una sola cabeza y debemos amalgamar los conocimientos y la experiencia de varias personas. Siempre habrá demasiadas reuniones. Pero, si el ejecutivo emplea más de una ínfima parte de su tiempo en reuniones, ello es signo evidente de mala organización.
Cada reunión genera una multitud de pequeñas entrevistas secundarias, algunas formales, otras informales. Pero todas roban tiempo. Por consiguiente, han de tener una meta específica. Una reunión que no la tenga, no sólo es molesta, sino también peligrosa. Pero, sobre todo, las reuniones deben ser la excepción a la regla. Una empresa donde la gente se reúne cada momento es un lugar donde nadie realiza nada. Donde como, por ejemplo, en las compañías donde la gente pasa la cuarta parte o más aún de su tiempo discutiendo hay pérdida de tiempo y mala organización.
4. Deficiente información. Aun más grave, aunque también muy frecuente, es la información errónea.
Uno de los más hábiles manipuladores de tiempo que he conocido fue el presidente de un gran banco, con quien trabajé durane dos años en el más alto nivel. Me reunía con él una vez por mes. Nuestras entrevistas duraban una hora y media. Al iniciarse la sesión el presidente ya estaba listo. Por mi parte aprendí pronto a realizar mi trabajo. Un solo asunto figuraba siempre en su agenda. Pero, cuando llevábamos una hora y veinte minutos juntos, el presidente solía volverse hacia mí y decirme: Mr. Drucker, creo que debería usted hacer en seguida una síntesis de lo tratado y un bosquejo de lo que tendríamos que realizar inmediatamente. Y, una hora y treinta minutos después de haber introducido en su despacho, me estrechaba la mano en la puerta y se despedía de mí. Hacia alrededor de un año que eso se repetía cuando, finalmente, le pregunté: ¿Por qué siempre una hora y media? Y él me respondió: La cosa es muy sencilla. He descubierto que el límite de mi atención es, más o menos, una hora y media. Cuando trabajo más en un asunto, comienzo a repetirme. También he aprendido que ningún tema importante puede ser abordado en mucho menos tiempo. Porque entonces ni siquiera alcanzo a comprender de qué estamos hablando.
Durante la hora y media que yo permanecía en su despacho, todos los meses, no se producía ningún llamado telefónico, ni su secretaria se asomaba a la puerta para anunciar que algún hombre importante deseaba hablar urgentemente con él. Un dia se lo hice notar. Mi secretaria tiene estrictas instrucciones, respondió, de no comunicarme con nadie, como no sean el presidente de los Estados Unidos o mi esposa. El presidente rara vez llama….y mi esposa sabe a qué atenerse. Todo lo demás mi secretaria lo mantiene hasta que he terminado. Entonces, consagro media hora a responder a todas las llamadas y a cerciorarme de todos los mensajes. Todavía no he conocido una crisis que no pueda aguardar noventa minutos.
Cuanto más importante es una ejecutivo, más prolongado es el tiempo que escapa a su control y durante el cual su contribución es nula. Cuanto más grande es una empresa, su mera organización y mantenimiento requieren más tiempo para su propio funcionamiento y su producción.
El ejecutivo eficiente, en consecuencia, sabe que ha de consolidar su tiempo discrecional, que necesita grandes lapsos disponibles y que las pequeñas fracciones temporales no son tiempo en absoluto. Aun la cuarta parte de su día de trabajo, en una gran unidad de tiempo, le basta habitualmente para hacer las cosas más importantes. Pero, incluso las tres cuartas partes de una jornada resultan improductivas, si se las fragmenta: quince minutos ahora, media hora después.
He aquí como distribuía su tiempo el presidente del banco. Los lunes y los viernes realizaba reuniones operativas, se entrevistaba con sus gerentes para tratar temas corrientes, recibía a clientes, etc. Los martes, miércoles y viernes, por la tarde, quedaban sin agenda, en previsión de hechos imprevistos que, por supuesto, siempre se producían: urgentes problemas de personal, visitas inesperadas de representantes del banco en el exterior o de clientes importantes o algún viaje. Pero, en la mañana de esos tres días redactaba la agenda de asuntos más importantes fijando períodos de noventa minutos para cada uno.
Otro muy común es planear el trabajo diario, por la mañana, en casa.
Todo ejecutivo eficiente controla su tiempo de continuo. No solo lleva un registro permanente de él, al que analiza periódicamente, sino que establece límites rigurosos a sus actividades más importantes, surgidos de la valoración propia de su tiempo discrecional.