Hablar con extraños: Por qué es crucial (y tan difícil) leer las intenciones de los desconocidos de Malcom Gladwell
A continuación un breve resumen de los conceptos que considero clave de cada capítulo.
Primera parte. Espías y diplomáticos: dos enigmas
Capítulo 1: La revancha de Fidel Castro
Relata el caso de espías dobles de la CIA que trabajaban para el gobierno de Fidel Castro. ¿Cómo es posible que espías entrenados de la CIA no hayan podido descubrir a los espías dobles de Cuba?
El enigma número uno: ¿por qué no podemos darnos cuenta de que, el desconocido que tenemos enfrente nos está mintiendo a la cara?
Capítulo 2: Conocer al Führer
La ceguera de Neville Chamberlain (Primer Ministro UK entre 1937-1940), Halifax (Ministro de relaciones exteriores) y Henderson (Embajador de UK en Alemania) no se parece en nada al enigma número uno. Esta es una situación en la que algunas personas fueron seducidas por Adolf Hitler y otras no. Y el enigma es que el grupo de los burlados estaba conformado por quienes uno esperaría que no lo fueran, mientras que aquellos que vieron la verdad son los que se pensaría que sí iban a ser engañados. Winston Churchill, por ejemplo, no creyó ni por un momento que Hitler fuese nada más que un matón embaucador. Churchill calificó la visita de Chamberlain a Hitler como «la cosa más estúpida que jamás se ha hecho». Pero Hitler era alguien sobre quien solo había leído. Duff Cooper, uno de los ministros del gabinete de Chamberlain, era igualmente lúcido. Escuchó con horror el relato del primer ministro sobre su reunión con Hitler. Más adelante, dimitiría del Gobierno de Chamberlain en señal de protesta. ¿Conocía Cooper a Hitler? No. Es mejor no ver a la persona.
Otro ejercicio social para evaluar a los mejores candidatos para una filarmónica demostró que si se está juzgando si alguien es un buen violinista, saber si esa persona es alta o baja, apuesta o poco agraciada, blanca o negra, no va a ser de ayuda. De hecho, es probable que solo introduzca sesgos que harán el trabajo aún más difícil.
Enigma número dos: ¿cómo es posible que conocer a un desconocido pueda, a veces, hacernos entender peor a esa persona que si no la conociéramos?
En marzo de 1939, y pese que había firmado un “acuerdo de no guerra” con el primer ministro de Inglaterra, Hitler invadió el resto de Checoslovaquia. Había tardado menos de seis meses en romper su acuerdo con Chamberlain. El 1 de septiembre de 1939 —once meses después— Hitler invadió Polonia y el mundo entró en guerra. En otras palabras, tenemos oficiales de la CIA que no pueden desentrañar a sus espías, jueces que no pueden desentrañar a sus acusados y primeros ministros que no pueden desentrañar a sus adversarios; tenemos a personas con problemas para valorar las primeras impresiones de un desconocido; tenemos a personas con problemas para entender a un desconocido, cuando han dispuesto de meses para ello; tenemos personas con problemas cuando se encuentran con alguien solo una vez, y a gente que tiene problemas cuando vuelve a ver al desconocido una y otra vez. Tienen problemas para evaluar la honestidad de un desconocido. Tienen problemas con respecto al carácter de un desconocido. Tienen problemas con respecto a las intenciones de un desconocido. Es un auténtico lío.
En palabras de Pronin, que se refiere a este fenómeno como «visión asimétrica ilusoria»: Nuestro convencimiento de conocer a los demás mejor de lo que ellos nos conocen a nosotros —y de poseer percepciones sobre ellos de las que carecen, así como que, esto no ocurre a la inversa— nos lleva a hablar cuando nos convendría más escuchar, y a ser menos pacientes de lo que deberíamos cuando son los demás quienes se muestran convencidos de ser malinterpretados o juzgados injustamente.
He aquí el meollo de los dos primeros enigmas; los funcionarios de la CIA encargados de Cuba jamás dudaron de su capacidad para evaluar la lealtad de sus espías. Tampoco los jueces se consideran incapaces de valorar la personalidad de los acusados, sino que se toman un minuto o dos antes de emitir un dictamen autorizado. Neville Chamberlain nunca cuestionó la sabiduría de su audaz plan para evitar la guerra.
Nos lanzamos a juzgar a los desconocidos con una ligereza que jamás nos aplicaríamos a nosotros mismos. Pero es que nosotros somos complejos, enigmáticos, estamos llenos de matices. Los desconocidos, en cambio, son accesibles.
Segunda parte. El sesgo de veracidad
Capítulo 3: La Reina de Cuba
La respuesta al lío de ser engañados, de Tim Levine se llama “Teoría del sesgo de veracidad.”: Su primera gran idea, fue que la cifra del 54% de precisión frente a los engaños era un promedio tanto de verdades como de mentiras. Somos mucho mejores que, el azar identificando correctamente a las personas sinceras. Pero somos mucho peores que, el azar a la hora hacerlo con los que nos mienten.
Tenemos un sesgo hacia la veracidad; la hipótesis de la que partimos es que la gente con la que tratamos, es sincera.
Empezamos por creer. Y dejamos de creer solo cuando nuestras dudas y recelos llegan a tal punto que ya no podemos dejarlos de lado.
En conclusión: “Crees a alguien no porque no tengas dudas sobre ellos. Creer no implica ausencia de dudas. Se cree a alguien, porque no se tienen dudas suficientes acerca de esa persona.”
Una pregunta adecuada es: ¿hay suficientes indicios para ir más allá del umbral de confianza? Si no los hay, entonces, al optar por la veracidad, solo se esta siendo humano.
Necesitamos un disparador para salir del sesgo de veracidad, pero el umbral de los disparadores es alto.
Tim Levine sostiene que la verdad simple y llana es que la detección de mentiras no funciona —no puede funcionar— de la forma que esperamos que funcione. En la vida real, acumular la cantidad de pruebas necesarias para superar nuestras dudas lleva su tiempo. Si alguien pregunta a su pareja si tiene una aventura, y responde que no, se lo cree. El sesgo por defecto es que él está diciendo la verdad. Y no importan las pequeñas inconsistencias que advierta en su relato; busca una forma de explicarlas.
Capítulo 4: El loco sagrado.
En el folklore ruso hay un arquetipo llamado yurodivy o «loco sagrado». El loco sagrado es un inadaptado social—excéntrico, poco amable, a veces incluso demente—que, sin embargo, tiene acceso. El loco sagrado dice la verdad porque es un marginado. Aquellos que no forman parte de las jerarquías sociales existentes, son libres de soltar verdades incómodas o cuestionarse cosas que el resto damos por sentado.
Lo más próximo que tenemos a los locos sagrados en la vida moderna, son los manifestantes. Están dispuestos a sacrificar la lealtad hacia su institución — y, en muchos casos, el apoyo de sus compañeros — en el equilibrio entre sesgo de veracidad y riesgo de fraude es una transacción con la que salimos ganando mucho. Lo que obtenemos a cambio de ser vulnerables a una mentira ocasional es una comunicación eficiente, así como coordinación social. En comparación, los beneficios son enormes, y los costes, triviales. Por supuesto, de vez en cuando nos engañan. No es más que el coste de hacer negocios.
Capítulo 5: Estudio de caso: el niño en la ducha
El sesgo de veracidad se convierte en un problema cuando nos vemos forzados a elegir entre dos alternativas, una de las cuales es plausible y la otra imposible de imaginar. El sesgo de veracidad nos inclina hacia la interpretación más plausible. En el caso de los espías dobles que se relatan en este libro, les creyeron todo, hasta el momento en el que creerles se volvía del todo imposible. Los padres de los niños abusados por su entrenador que relata este capítulo, hicieron lo mismo, no porque fueran negligentes, sino porque así es como está programada la mayoría de los seres humanos.
Tercera parte. Transparencia
Capítulo 6: La falacia de Friends
El segundo de los enigmas con los que comenzaba este libro, explicaba un caso acerca fianzas que jueces deben establecer en base al análisis de cierta información. ¿Cómo es posible que los jueces son peores que un programa informático para evaluar a acusados, sabiendo aquellos mucho más sobre los acusados que el ordenador? Esta sección de Hablar con extraños es una tentativa de responder a ese enigma, comenzando con el hecho peculiar de lo transparentes que son las comedias de situación como Friends. La transparencia es la idea de que el comportamiento y la conducta de las personas —la forma en la que se representan a sí mismas en el exterior— ofrece una ventana auténtica y fiable a lo que sienten en el interior. Es la segunda de las herramientas cruciales que usamos para juzgar a los desconocidos.
Cuando no conocemos a alguien o no podemos comunicarnos con esa persona o no tenemos tiempo para entenderla correctamente, creemos que podemos discernir quién es, a través de su comportamiento y de su conducta.
Cuando hacemos frente a un desconocido, tenemos que sustituir la experiencia directa por una idea, un estereotipo, que falla demasiadas veces.
Esta es la explicación del segundo enigma, desarrollado en el capítulo 2, de por qué a las computadoras y software se les da mucho mejor que a los jueces adoptar decisiones sobre la salida o no, bajo fianza de un acusado. El ordenador no ve al acusado. Los jueces, sí; y parece lógico suponer que ese plus de información debería ayudarlos a mejorar su acierto en la toma de decisiones.
La vida no es Friends. La ventaja que el juez tiene sobre el software en realidad no es tal.
¿Deberíamos esconder al acusado de la vista del juez? Quizá cuando una mujer entra en un juzgado vistiendo una burka, la respuesta correcta no sea desestimar su caso, sino exigir que todo el mundo lleve también un velo puesto. De hecho, también es útil preguntarse si deberíamos conocer a una niñera en persona antes de contratarla o si nuestro jefe hizo bien en concertar una entrevista cara a cara con nosotros, antes de hacernos una oferta laboral.
El problema de la transparencia termina en el mismo sitio que el problema del sesgo de veracidad; nuestras estrategias para tratar con desconocidos son de una imperfección patente, pero también son socialmente necesarias. Para ser humanos, necesitamos un sistema de justicia penal y un proceso de contratación laboral y elegir en persona a la niñera, este imperativo de humanidad implica resignarse a tolerar un inmenso margen de error.
Capítulo 7: Una explicación del caso Amanda Knox
Volvamos, por un momento, a las teorías de Tim Levine. Levine, montó una «operación trampa» para estudiantes universitarios. Les daba un test con preguntas que tenían que completar. A la mitad del ejercicio, la instructora abandonaba la habitación, dejando las respuestas sobre la mesa. Después, Levine entrevistaba a los estudiantes y les preguntaba a las claras si habían hecho trampa. Algunos mentían. Algunos decían la verdad. Luego enseñó vídeos de esas entrevistas a otras personas, a las que preguntó si podían detectar a los estudiantes que estaban mintiendo.
Lo que descubrió Levine es que a la mayoría de nosotros NO se nos da muy bien la detección de mentiras. Incluso los jueces, en promedio identifican de forma correcta a los mentirosos, un 54% de las veces; apenas algo mejor que por casualidad.
La primera respuesta es que incurrimos en “el sesgo de veracidad”. Por razones que resultan ser válidas, otorgamos a las personas el beneficio de la duda y presumimos que la gente con la que hablamos es sincera.
Levine se encontró con este patrón una y otra vez. En un experimento por ejemplo, había un grupo de entrevistados con quienes se habían equivocado un 80% de los jueces. Y otro grupo con el que más del 80% había acertado. ¿Cuál es la explicación? Levine sostiene que esta es la hipótesis de la transparencia, en acción. Tendemos a juzgar la sinceridad de las personas basándonos en su conducta. La gente que se expresa bien, las personas seguras de sí mismas que nos dan un apretón de manos firme, que son amables y atractivas, transmiten credibilidad. No nos pasa lo mismo con las personas que son nerviosas, cambiantes, balbuceantes e inseguras, que dan explicaciones complejas y enrevesadas.
En este capítulo se presenta el caso de Amanda Knox, una mujer acusada injustamente de un asesinato y que acababa de ser liberada después de pasar cuatro años en una prisión italiana por el delito de “no comportarse de la forma que suponemos que la gente debía hacerlo cuando su compañera de habitación había sido asesinada.”
Con los desconocidos solemos ser intolerantes, frente a las respuestas emocionales que quedan fuera de nuestras expectativas.
El más perturbador de los descubrimientos del investigador Tim Levine sucedió cuando enseñó sus grabaciones de video sobre la mentira a un grupo de experimentados agentes de orden público, gente con quince o más años de experiencia en interrogatorios. Antes había utilizado como jueces, a estudiantes y adultos de ámbitos profesionales corrientes. No lo hicieron bien, pero quizá era esperable. Si eres un agente inmobiliario o un licenciado en filosofía, identificar el engaño en un interrogatorio, no es necesariamente algo que hagas todos los días. Pero pensaba que quizá la gente cuyo trabajo es hacer justo el tipo de cosas que estaba midiendo, sería mejor. En un sentido, lo fue. En los emisores «concordantes», los interrogadores experimentados estuvieron perfectos. Todos los integrantes del grupo de expertos con mucha experiencia identificaron con acierto a los emisores concordantes. Con los discordantes, sin embargo, su desempeño fue pésimo; acertaron solo el 20%. Y en la subcategoría de mentirosos con apariencia sincera, el 14%, una puntuación tan baja que debería dar escalofríos, a cualquiera que entre alguna vez en una sala de interrogatorio con un agente del FBI. Cuando se sientan delante de la gente concordante son impecables. Pero cuando llegan a personas discordantes como Amanda Knox o a los Bernie Madoff del mundo, están perdidos.
Esto es alarmante, porque no necesitamos expertos en orden público para ayudarnos con los desconocidos concordantes. Necesitamos ayuda con los desconocidos discordantes, con los casos difíciles.
Un interrogador avezado debería saber leer entre líneas las señales confusas de la conducta, comprender que, cuando la persona nerviosa se explica de más y se pone a la defensiva, es porque ella es así; es alguien que da demasiadas explicaciones y se pone a la defensiva. El agente de policía debería ser esa persona que oye a una chica extravagante y fuera de lugar, en una cultura muy diferente de la suya, decir «cosas fresas» y se da cuenta de que no es sino una chica extravagante, en una cultura muy diferente de la suya. Pero no es eso lo que pasa. En su lugar, a las personas a quienes compete determinar la inocencia y la culpa la tarea parece dárseles tan mal como al resto de nosotros, o incluso peor, cuando llegan los casos más difíciles.
Capítulo 8: Estudio de caso: el abuso sexual en la fiesta universitaria
Dos jóvenes que no se conocen bien se encuentran y mantienen una conversación en una fiesta. Puede ser breve, o continuar durante horas. Puede que se vayan juntos a casa, o puede que no lleguen a tanto. Pero en algún momento de la noche las cosas se tuercen, y mucho. Según una estimación, una de cada cinco estudiantes universitarias estadounidenses dicen haber sido víctima de abusos sexuales. Un buen porcentaje de estos casos sigue este patrón.
Sabemos que nuestra creencia equivocada en que las personas son transparentes conduce a toda suerte de problemas entre desconocidos. Nos lleva a confundir a los inocentes con los culpables y viceversa. Muchos de los que estudian el alcohol ya no lo consideran un agente desinhibidor. Lo ven como un agente de miopía. Lo que querían decir con el término «miopía» es que el principal efecto del alcohol es estrechar nuestros campos de visión emocional y mental. Según sus palabras, el alcohol crea «un estado de cortedad de vista en virtud del cual los aspectos inmediatos de la experiencia, al valorarse de un modo superficial, ejercen una influencia desproporcionada sobre el comportamiento y las emociones». El alcohol vuelve más prominente todavía lo que esté en un primer plano, y menos significativo lo que se sitúe en un segundo plano. Hace que las consideraciones a corto plazo adquieran mayor importancia, difuminando consideraciones a largo plazo cognoscitivamente más exigentes.
El efecto que surta el alcohol en una persona ansiosa y ebria, dependerá de lo que esté haciendo. Si asiste a un partido de fútbol, rodeada de rabiosos aficionados, la excitación y el drama del entorno desplazarán temporalmente sus acuciantes preocupaciones mundanas. El partido está ahí delante y es el centro. Sus preocupaciones, no. Pero si esa misma persona está bebiendo a solas en una discreta esquina de un bar, se deprimirá aún más.
Cuando está borracho, su concepto de su verdadero yo, cambia. Esta es la repercusión fundamental de la ebriedad como miopía.
Lo que nos pasa cuando nos emborrachamos es una función del camino particular que toma el alcohol al infiltrarse en el tejido cerebral. Los efectos comienzan en los lóbulos frontales, la parte de nuestro cerebro — detrás de nuestra frente — que gobierna la atención, la motivación, la planificación y el aprendizaje. La primera copa bebida «humedece» la actividad en esa región. Nos vuelve un poco más tontos, menos capaces de gestionar consideraciones complejas contrapuestas. Alcanza los centros de recompensa del cerebro, las zonas que gobiernan la euforia, y les imprime una pequeña sacudida. Sigue su camino hasta la amígdala cerebral. La labor de la amígdala, es decirnos cómo reaccionar al mundo que nos rodea. ¿Nos están amenazando? ¿Deberíamos tener miedo? El alcohol reduce el funcionamiento de la amígdala, un nivel. La combinación de esos tres efectos engendra la miopía. No tenemos la capacidad mental de manejar consideraciones más complejas y a largo plazo.
Pero en circunstancias muy particulares — en especial si uno bebe mucho alcohol muy rápidamente— pasa algo más. El alcohol alcanza el hipocampo; regiones pequeñas con forma de salchicha que hay en ambos hemisferios del cerebro y, que son responsables de formar los recuerdos de nuestras vidas. Con una concentración de alcohol en sangre de aproximadamente 0.08 — el nivel legal de embriaguez —, el hipocampo empieza a tener dificultades. Cuando nos despertamos a la mañana siguiente después de una fiesta y recordamos haber conocido a alguien, pero no somos capaces, de ninguna manera, de recordar su nombre o las historias que nos contaron, es porque los dos tragos de whisky que bebimos casi seguidos llegaron al hipocampo.
En el siguiente nivel —con una concentración de alcohol en sangre en torno al 0.15—, el hipocampo sencillamente se apaga por completo: son borrachos con códigos cifrados que deambulan por el mundo sin retener nada.
Ese desconocido que está hablando con usted, puede que no sepa que ha sufrido un apagón. Quizá se incline sobre usted e intente tocarla, y usted se ponga rígida. Entonces, diez minutos después, vuelve a la carga, con un poco más de astucia. Por lo normal, volvería a ponerse rígida, porque reconocería la conducta del desconocido. Pero esta segunda vez no lo hace, porque no recuerda la primera.
¿Convierte el alcohol a todo hombre en un monstruo? Por supuesto que no. Puede que el hombre reservado, en general demasiado tímido para profesar sus sentimientos, deje escapar algo de su intimidad. El hombre sin gracia, consciente de que el mundo no encuentra sus chistes divertidos, puede empezar a hacerse el cómico.
Debemos comunicarles a los hombres que, cuando se vuelven miopes (por ingerir licor) pueden llegar a hacer cosas terribles. Los hombres jóvenes están recibiendo el mensaje distorsionado de que “beber en exceso es un ejercicio social inofensivo”. El mensaje debería ser que, cuando se pierde la capacidad de responsabilizarse, aumentan de forma drástica las posibilidades de que se cometa un delito sexual. Reconocer el rol del alcohol no es excusar el comportamiento de los culpables. Es intentar evitar que más jóvenes se conviertan en culpables.
La lección de la miopía en realidad es muy simple. Si quiere usted que las personas sean ellas mismas en un encuentro social con un desconocido — que representen sus propios deseos de forma honesta y clara—, no pueden ir ciegas de alcohol. Y si están ciegas de alcohol y, por consiguiente, a merced de su entorno, el peor entorno posible será uno en el que hombres y mujeres estén «perreando» en la pista de baile y saltando sobre las mesas.
«Enseña a los hombres a respetar a las mujeres así como a beber menos», porque ambas cosas están relacionadas.
Cuarta parte. Lecciones
Capítulo 9, JSM (el caso del terrorista interrogado): ¿qué ocurre cuando el desconocido es un terrorista?
Este capítulo trata de la investigación que desarrollaron dos investigadores (Mitchell y Jessen) acerca de técnicas de tortura para interrogación de sospechosos en participar de atentados terroristas. Hay una buena película que se estrenó en 2019 que refleja los dilemas éticos de esta práctica, la película se llama “The Torture Report”. Mitchell y Jessen desarrollaron un protocolo por el que un sospechoso de participación terrorista era sometido a interrogatorio, pasando inicialmente con la más “suave” de las técnicas “mejoradas de interrogación”. Si el detenido persistía en su actitud de “no colaborar”, irían incrementando la dureza.
La técnica del “muro” era una de las favoritas, al igual que “la privación del sueño”. Las reglas del departamento de Justicia fijaban el máximo permisible en setenta y dos horas de “vigilia forzosa”, pero Mitchell y Jessen consideraban innecesario alcanzar ese límite. Preferían “presionar” al interrogado dejando durmiera, pero no lo suficiente, interrumpir de manera sistemática sus ciclos de sueño. El “waterboarding” era el último recurso. Usaban una camilla de hospital inclinada cuarenta y cinco grados. El departamento de Justicia les autorizaba verter agua a intervalos de veinte a cuarenta segundos separados por tres respiraciones, durante un total de veinte minutos. —Lo principal —explica Mitchell— es que el agua no entre en los pulmones, solo en las fosas nasales. No teníamos interés en ahogar a la persona. Al principio les echábamos agua de una botella de litro, pero los médicos nos dijeron que usáramos una solución salina para prevenir la hiperhidratación de los que no podían evitar tragarse el agua. No le gritas a la persona. Literalmente le viertes agua encima mientras le dices, en un tono no demasiado cordial pero tampoco agresivo: «Puedes parar esto ahora. Danos la información que necesitamos para abortar las operaciones que estás planeando en Estados Unidos. Sabemos que no la tienes toda, pero algo sabes».
El objetivo de una interrogación es lograr que el sujeto hable, abrirle la memoria para acceder a lo que contenga. Ahora bien, ¿qué pasaría si el proceso de someterlo resultara tan estresante para el sujeto que afectase a lo que es capaz de recordar con efectividad?, si dicha información se había obtenido bajo estrés, lo que dijeran bien podría ser inexacto o engañoso.
En su libro “¿Por qué la tortura no funciona?”, el neurocientífico Shane O’Mara escribe que la privación prolongada del sueño “podría inducir a alguna forma de sometimiento superficial”, pero solo a costa de “una remodelación estructural a largo plazo justo de los mismos sistemas cerebrales que realizan aquellas funciones a las que pretende acceder el interrogador”. Esto significa que si hacemos demasiada presión al interrogatorio a una persona, puede ser que nos diga muchas cosas, pero muchas cosas pueden ser mentira y no porque desee mentir, sino porque se lo está imaginando y realmente lo cree.
Debemos aceptar que el afán por comprender a un desconocido tiene límites reales. Nunca conoceremos toda la verdad; debemos conformarnos con menos que eso. La forma correcta de dirigirse a los desconocidos es con cautela y humildad.
Quinta parte. Acoplamiento
Capítulo 10: Sylvia Plath (el caso de la poeta suicida)
Que los poetas mueren jóvenes es más que un cliché; tienen una esperanza de vida considerablemente inferior a la de los dramaturgos, novelistas y escritores de no ficción. Presentan una incidencia de “trastornos emocionales” más alta que la que aflige a actores, músicos, compositores y novelistas. De entre todas las categorías ocupacionales, los poetas registran, con diferencia, los índices de suicidio más elevados, llegando a quintuplicar los de la población en general. A la gente le cuesta mucho aceptar la idea de que un comportamiento dado pueda acoplarse hasta tal punto a un lugar en concreto. El suicidio se acopla a su circunstancia.
El primer par de errores que cometemos con los desconocidos—a saber, el sesgo de veracidad y la ilusión de transparencia—tiene que ver con nuestra incapacidad de comprenderlos como individuos. Pero, además de estos errores, cometemos otro crítico, que agrava el problema, este es que no entendemos la importancia del contexto en el que opera el desconocido.
Una investigación de la concentración de actos delictivos en la ciudad de Kansas, arrojó un resultado sorprendente. Sherman descubrió algo que le costó creer: más del 50% de las llamadas a la policía se concentraban solo en el 3.3% de segmentos urbanos. La concentración de la actividad delictiva era un hecho, otro criminólogo realizó un estudio similar en Boston, averiguando que el 3.6% de las manzanas edificadas en la ciudad concentraban la mitad de la delincuencia. Nueva York, Seattle, Cincinnati… Sherman analizó las cifras de Kansas City, de Dallas… Donde fuera que miraran, veían lo mismo; en una ciudad sí y en otra también, la delincuencia se concentraba en un número reducido de segmentos urbanos.
¿Dime por qué el 50% de los delitos se perpetran en el 5% de las calles en Tel Aviv? ¿Por qué ocurre lo mismo en lugares tan diferentes?. Weisburd enuncia este fenómeno como una ley de concentración de la delincuencia. Al igual que el suicidio, el crimen está vinculado a lugares y contextos muy específicos.
A la hora de enfrentarse a un desconocido, hay que preguntarse dónde y cuándo tiene lugar la situación, porque son dos cosas que influyen poderosamente en la interpretación de quién es. En fin, el acoplamiento nos enseña: a no mirar a un desconocido y sacar conclusiones precipitadas, sino a tratar de ver cómo es su mundo.
Capítulo 11: La Estudio de caso: los experimentos policiáles de Kansas City
Al estudiar el mapa delictivo de Mineápolis y la posesión de armas en Kansas City, los investigadores perseguían todos ellos la misma idea revolucionaria del acoplamiento. ¿Y cuál era la principal consecuencia del acoplamiento? Que la fuerza policial no tenía que ser más grande, sino estar más concentrada. Si los delincuentes se movían de forma clara por unas pocas zonas calientes concentradas, esas partes cruciales de la ciudad deberían contar con más presencia policial que las demás, y el tipo de estrategias de lucha contra el crimen que usara la policía en esas zonas debería ser muy diferente de las utilizadas en las inmensas franjas de la ciudad donde casi no había delincuencia.
Algo en la idea de acoplamiento—en la noción de que el comportamiento de un desconocido está estrechamente conectado a un lugar y un contexto—que se nos escapa. Nos lleva a malinterpretar a algunos de nuestros mejores poetas, a ser indiferentes a los que tienen tentaciones suicidas y a enviar a policías a quehaceres sin sentido.
Los seres humanos no son transparentes (son difíceles de interpretar en sus emociones). Pero ¿cuándo es más peligroso este tipo de pensamiento? Cuando las personas que observamos son discordantes, es decir, cuando no se comportan de la forma en que esperamos que lo hagan.
Este libro presenta los casos de Amanda Knox quien era discordante. En la escena del crimen, mientras se ponía pantuflas, giró las caderas y dijo «¡tachán!». Bernie Madoff era discordante, un sociópata vestido como un caballero que estafó a muchas personas. El libro inicia y termina con el caso de Sandra Bland, graduada de PhD de Illinois que había conducido su vehículo por una posición de trabajo en una Universidad de Texas. Quién se quitó la vida 3 días después de haber sido detenidamente por un policía, debido a que no activó la luz intermitente al cruzar. Ella también era discordante, al policía que la detuvo, el oficial Encinia le pareció una delincuente, pero no lo era, solo estaba enfadada. Después de su muerte, se supo que había tenido diez encuentros previos con la policía en el transcurso de su vida adulta, incluidos cinco altos policiales, que le habían supuesto casi ocho mil dólares en multas pendientes.
Así que no se trata solo de poner policías en los puntos de mayor concentración de delincuencia. Se trata también de tener un punto dulce de intromisión amable en la libertad de otros, para no pasarnos ni un centímetro, ni una pizca.
Lo que se requiere de nosotros es moderación y humildad. Podemos poner vallas en puentes para dificultar el impulso momentáneo de personas suicidas. Podemos enseñar a los jóvenes que esas borracheras imprudentes en las fiestas universitarias hacen casi imposible la tarea de interpretar a otros. Hay pistas para entender a un desconocido, pero estar atento a ellas requiere cuidado y atención.
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