“La Historia de Carlos Paiz, Un hombre de Guatemala”
por Carlos Benjamín Paiz Ayala y Anabella Schloesser de Paiz
Un libro que salió a la venta en el año 1997, relata la historia de don Carlos Paiz Ayala, su historia de vida y de emprendimiento hasta llegar a consolidar los exitosos supermercados Paiz, que en el año 2009 fueron vendidos en su totalidad a la multinacional Wal-Mart de México. Supermercados Paiz es parte importante de la historia empresarial de Guatemala.
A continuación una copia (con algunas pequeñas modificaciones) de un artículo publicado en el muro de Facebook: @memoriahistoricaguatemala, indudablemente el autor compila de manera relevante los aspectos más importantes del libro. Para complementar dejo también una porción textual del libro de uno de los capítulos que más llamó mi atención. Se trata del relato de la compra, inició y re-enfoque del negocio “La Bombita” que fue adquirido con parte del dinero de la venta de la finca “La Fragua” y el inicio de lo que posteriormente fue el primer almacén Paiz localizado en la 9a avenida de la Zona 1.
Don Carlos Benjamín Paiz Ayala, nació en el año 1904 en la Finca La Vega de Cobán. Sus hermanos Ismael y Mercedes fallecieron pequeños y su padre murió cuando apenas tenía un año de edad. A su madre la perdió cuando tenía seis años de edad.
Después de perder a casi toda su familia, fue acogido junto con su hermano mayor, Abelardo, por su abuelo materno, Eligio Ayala, quien falleció dos años después. Los hermanos Paiz Ayala pasaron a la tutela de unos tíos en segundo grado. Cuando su único hermano, Abelardo, cumplió 18 años, pudo hacerse cargo de la finca “La Fragua” que heredaron de su padre en Teculután, Zacapa. Carlos, que tenía en ese momento nueve años, ayudaba a su hermano a ordeñar y pastorear vacas. Emprendió su primera actividad de negocios a los doce años, al organizar un tren de carretas para transportar carga entre Zacapa y Teculután durante las vacaciones. Ya como adolescente inició su carrera como comerciante. Vendía las cosechas de coco y mango y revendía maíz y frijol que compraba a los mozos de la finca y pueblos cercanos. Después, llegó a la capital guatemalteca a vender quesos, maíz y panela a las locatarias de los mercados populares y a algunos comerciantes. El libro relata como una vez se quedó atorado por inundaciones en el camino de Teculután a la capital y perdió la fruta que traía para vender.
Carlos cursaba el segundo año de perito contador en el Instituto Nacional de Varones de Oriente (INVO), cuando sufrió la muerte de su hermano Abelardo, que se encontraba alistado en el ejército en Morales, Izabal. Luego de estudiar en el INVO emigró a Quetzaltenango donde con el apoyo de unos tíos, aprendió el oficio de zapatero y venta de pieles, labor que realizó con mucho éxito en el área suroccidental del país. El libro relata que en esas rutas de trabajo por Mazatenango, Retaluleu, Xela, empezó a beber bastante. Luego en 1928, a sus 24 años, se trasladó a la ciudad de Guatemala en donde compró la tienda «La Bombita». Se enamoró y luego contrajo matrimonio con su novia, Graciela Andrade Keller, procrearon a sus hijos Carlos Manuel, Rodolfo, Isabel, Sergio y Fernando.
‘La Bombita” fue un fracaso, ya que la tiendecita de materiales eléctricos era precariamente surtida. Conociendo el oficio de zapatero, transformó esa tienda en una empresa orientada «a venderle al zapatero todo lo que necesitaba para confeccionar un par de zapatos. En aquella época, la mayoría de la gente se mandaba a hacer zapatos a la medida. La clientela creció de la noche a la mañana, ya que su competencia vendía piezas completas de pieles que el pequeño zapatero tardaría en utilizar».
En 1952, la familia Paiz estableció una sociedad anónima y la estrategia de poner a disposición acciones de los almacenes Paiz a 22 empleados, lo que permitió un crecimiento sólido y sostenido del negocio.
En 1959, se abrió la primera Super Tienda Paiz, la cual incorporaba un nuevo concepto nunca antes visto en Guatemala: el auto servicio, en el que los clientes circulan entre las góndolas con una carretilla en la que introducen los artículos que van a comprar, pagándolos en caja.
Las habilidades de negociación de Carlos Paiz Andrade le permitieron realizar importantes convenios con los detallistas más grandes del mundo, entre ellos Ahold, de Holanda, y Walmart, de EE. UU.
La cadena llegó a tener 350 tiendas. Estaban representadas por La Fragua, bajo los nombres comerciales Supertiendas Paiz, Hiper Paiz, Despensa Familiar, ClubCo y Maxi Bodegas.
En 2005, Walmart Corp (US) adquierió el 33% de las acciones de Carhco, empresa conformada por las compañías minoristas CSU (Costa Rica) y La Fragua (Guatemala).
A continuación un extracto textual del libro. Disfrútelo e imagine a don Carlos Paíz con 24 años de edad.
LA BOMBITA
“En aquella época, 1928, la capital tendría apenas unos cientos sesenta y cinco mil habitantes, y la ciudad ocupaba un poco más de lo que hoy es la zona 1. Sin tráfico de automóviles, la vida era tranquila y apacible, perturbada únicamente por el traqueteo de los carruajes y el tropel de los caballos. De las altas casas de amplios portones y de las enormes iglesias cuyas campanas llamaban puntualmente a misa se desprendía un aire romántico y señorial.En aquella ciudad me instalé con todos los sueños y las ambiciones frustradas en mis últimos días en Quetzaltenango. Por medio de mi amigo Hermenegildo Chacón, hermano del presidente, conseguí una audiencia con don Lázaro con el objeto de solicitarle un empleo en la administración pública. El general me recibió con la amabilidad que le caracterizaba y escuchó con atención el relato de mi situación. Al final, campechanamente me preguntó:
-Y ¿qué sabés hacer vos, patojo?
Yo le dije sencillamente que mi única experiencia había sido en el comercio. El general sacó entonces una tarjeta y me dijo,
-Te vas de meritorio a la Administración de Rentas.
En verdad, no era lo que yo esperaba. Le agradecí el tiempo que me había concedido y sin poder ocultar mi disgusto y frustración, dejé la tarjeta sobre su escritorio.
Un tiempo después Hermenegildo me reclamó la imprudencia que cometí con don Lázaro al no haber aceptado su ofrecimiento que, aunque modesto, hubiera sido por su influencia un buen principio en la administración pública. Había, pues, quemado mis barcos y, de esta forma, mi aventura en el mundo de la política tuvo un epílogo inesperado. Viendo para atrás me parece que, dadas mis inquietudes y mi carácter, es probable que nunca hubiera sido un buen burócrata.
La tienda que le había ofrecido a mi tío se llamaba La Bombita y estaba situada en la 8ª.avenida entre 12 y 13 calles. Se dedicaba a la venta de materiales eléctricos y artículos de librería. A mi tío le habían informado que las ventas eran de mil quinientos pesos diarios, pero él estaba convenido de que yo podía fácilmente quintuplicarlas.
Para realizar el negocio, todavía quedaba un problema que resolver: el precio de la tienda era de mil cuatrocientos quetzales, y yo, contando con lo poco que aún me quedaba de la venta de la finquita y los escasos ahorros de las pieles, apenas llegaba a la mitad. Con todo, propuse a los dueños que compraría la tienda al precio que ellos querían, siempre y cuando me dieran un año para pagar los setecientos quetzales que me faltaban. Mi tío se ofreció de aval, y así, el día 24 de mayo de 1928, cerré el negocio que significara mi primera incursión formal en el comercio de al capital.
Como aún tenía negocios pendientes, contraté a mi prima, Mérida Paiz Ayala, para que se hiciera cargo de la tienda mientras yo liquidaba mis asuntos en Retaluleu y Mazatenango. Al volver a la capital encontré, con disgusto y sorpresa, que las ventas de los quince días que yo había estado fuera apenas llegaban a ciento cincuenta pesos. ¡La décima parte de lo que nos habían dicho! Me habían dado un tiendazo!
Si embargo, no me di por vencido. Tratando de encontrar una salida a la situación busqué a don Manuel Triboullier, mi antiguo jefe de la cooperativa, y a su medio hermano Francisco López. Les propuse que formáramos una sociedad en la que cada uno aportara mil quetzales. Auque hicimos la escritura, mis socios nunca aportaron su capital. Don Manuel me dio cuatrocientos quetzales que representaban dos meses de sueldo de diputado, cantidad que le devolví cuando de mutuo acuerdo disolvimos la sociedad. Lejos de ser una solución para La Bombita, esta fallida sociedad tuvo con el tiempo consecuencia serias, como se verá más tarde.
Por lo pronto, yo no había logrado solucionar mi falta de capital de trabajo, y sin plata no podía impulsar una tienda que era virtualmente un fracaso. La librería tenía solo revistas viejas, cuentos de Pinocho y bagatelas que no valían nada. Los artículos eléctricos acumulaban polvo en las repisas porque la demanda para compostura era muy escasa. Para colmo, yo no sabía nada de electricidad. Tuve que aprender lo más básico y con mi ayudante, Hermenegildo Hernández, nos dedicamos a reparar planchas y otros artefactos eléctricos que nosotros recogíamos en casas particulares. Estas reparaciones dejaban muy poco ingreso, por lo que me acerqué entonces a don Carlos Dorión, gerente de la Empresa Eléctrica, a solicitarle una concesión para hacer instalaciones más serías. Una vez conseguida, empezamos a ofrecer nuestros servicios en tiendas y restaurantes.
Un día recibimos una llamada de don Andrés Archila, que estaba trasladando su bar y restaurante de la 9ª. Avenida norte a la. Avenida sur entre 16 y 17 calles, para que le hiciéramos toda la instalación eléctrica. Cuando terminamos el trabajo, el mismo día de la inauguración, llegaron los inspectores de la Empresa Eléctrica a revisarlo y para mi sorpresa no autorizaron su funcionamiento, aduciendo que los alambres que utilizamos no resistirían la corriente de los aparatos. Gracias a mi amistad con don Carlos Tobar pude salvar la situación y la inauguración se llevó a cabo sin ningún contratiempo.
Como en la vida no todo es dolor, don Andrés me pagó con gusto y me invitó al tradicional trago y a las deliciosas boquitas. Brindamos por el éxito del negocio y cuando pasaron los azafates con boquitas quise coger una de aguacate con chicharrón pero en último momento cambié de opinión y me decidí por una de frijoles. Don Andrés, con su agudo humor me detuvo, diciendo:
-¡Cuidado, amigo! Mis bocas son como el ajedrez: pieza tocada, pieza jugada.
Sin embargo, no todos los negocios terminaban de la misma manera. En otra oportunidad participé en una licitación de la Empresa Eléctrica para instalar la moderna maquinaria que el Sr. Jorge Blanco había traído para su fábrica de calzado. Don Jorge aprobó mi presupuesto y yo me entusiasmé pensando en la ganancia, que estimaba serían unos mil quetzales. Pero los inspectores negaron la autorización nuevamente por lo que, ya decepcionado y molesto, devolví la concesión a don Carlos Dorión.
Así, pues, no había manera que La Bombita tomara el rumbo exitoso con que yo soñaba. Parecía que todas las puertas se cerraban. Mas esta vez fue don Benito Kirch, que tenía su tienda en la esquina de la 8ª. Y 10ª. Calle, el que vino a echarle una mano.
Me acerqué a don Benito ofreciéndole vender materiales de calzado, ramo del comercio que yo conocía bastante bien. Don Benito me dio algunas muestras y con ellas empecé a ir de zapatería, incluso a las de las pequeñas barriadas. En aquella época los zapateros trabajaban a la medida. La ventas no eran muchas y las ganancias poco halagadoras, por lo que decidí vender materiales directamente en La Bombita. Don Benito ya me había tomando confianza y sin ningún problema me dio crédito.
Un día se presentó a la tienda un representante de la casa Spiegel & Co. De la Nueva York ofreciéndole una considerable cantidad de tacones que un cliente había dejado almacenados en la aduana. Por su grosor los tacones no se ajustaban a las hormas que se usaban en aquella época. El pecio hacía atractivo el negocio pero, como siempre, el problema era la falta de capital. Para mi sorpresa, el representante se ofreció a sacar él mismo la mercadería de la aduana y dejármela en consignación. Logré vender los tacones en menos de tres meses y obtener, al fina, una significativa ganancia. Esta experiencia de los tacones, además de la ganancia, me proporcionó la clave para competir con éxito en el mercado.
Por aquellos años había en la capital únicamente tres zapaterías importantes: la de Miguel García Granados, la Conqueror, y la Fadel, todas de calzado muy fino. Yo percibí que si quería progresar en el negocio debía atender a los pequeños zapateros y venderles exactamente la cantidad de materiales que necesitaban para elaborar un par de zapatos: dos pies de cuero, dos libras de suela, diez varas de hilo, dos onzas de clavo, etc. Para ellos comprar pieles enteras representaba un problema, pero con la alternativa que yo ofrecía podían financiarse con el anticipo que los clientes les dejaban. La idea funcionó: encontré una demanda no atendida que me generó muchísimos clientes; muy pronto empecé a importar materiales de los Estados Unidos y mi crédito creció rápidamente.
Las primeras reflexiones sobre mi incipiente éxito me llevaron a concluir que el comercio es sobre todo una actividad creativa, en el sentido que cada situación plantea sus propios problemas y exige soluciones originales y adecuadas. Lo que el comerciante ofrece no son tanto mercaderías que él no produce, sino propiamente el servicio de distribución, por lo que su esfuerzo y creatividad deben estar orientados a satisfacer tanto al productor como al consumidor. De esta manera, el principal capital del comerciante es la confianza, léase crédito, que le otorgan los proveedores o fabricantes y la simpatía, léase lealtad, que logra despertar en sus clientes.
Como una confirmación a estas reflexiones, el Sr. Juan Maegli, que entre otros artículos distribuía suelas, me ofreció cincuenta quintales de material, que podía pagarle conforme se fueran vendiendo. La verdad es que el señor Maegli tenía urgencia de sacar esa mercadería y hace espacio en su bodega para las nuevas remesas, circunstancia que a mí me resultó favorecedora y propició el crecimiento de La Bombita. De pronto, el local que antes era enorme, resultó insuficiente para almacenar toda la mercadería.
En la 9ª. Avenida, frente al Instituto Central para Varones, encontré tres locales desocupados en el edificio propiedad de doña Beatriz, Vda. de Viñas, cuyo apoderado resultó ser don Carlos Dorión. Con mucha pena por lo sucedido con la concesión de la Empresa Eléctrica le solicité a don Carlos que me alquilara un local. La renta era altísima, doscientos quetzales mensuales y además exigía un fiador. Le expliqué que la única fianza que podía presentar era mi palabra; finalmente me alquiló el local por seis meses con la condición que si dejaba de pagar un mes tendría que desocupar.
Pero el negocio siguió creciendo y antes de que expirara el plazo, el local de la viuda de Viñas también se había vuelto pequeño. Afortunadamente, por ese tiempo conocí a don Daniel Hernández Figueroa, quien era Director de la Policía y Ministro de Fomento durante la presidencia del General Lázaro Chancón. Él me alquiló un espacio más grande con área de bodega por cuatrocientos quetzales, en la 9ª. Avenida sur, No. 14, local en el que estuve por veintisiete años y que fue propiamente el primer almacén Paiz.”